A pesar del argumento, repetido durante más de cuarenta años, de que el objetivo de la sublevación militar
fue la de abortar una revolución en ciernes, es decir una contrarrevolución
preventiva, existe una amplia y rigurosa bibliografía que ha contribuido a
desbaratar este disparate. Los conceptos de democracia y revolución iban de la
mano en los años 30. Revolucionarios eran muchos de los cambios que se estaban
operando en la sociedad española en torno a la construcción del régimen
republicano. El problema parte del error de calificar de revolucionario todo
episodio de desorden social o de violencia partidista. El golpe militar
realmente no quería acabar con ninguna revolución puesto que ésta no existía,
lo que realmente perseguía era la supresión de todas las reformas económicas,
sociales y culturales que la democracia republicana había iniciado en 1931. La paradoja
fue que el supuesto golpe preventivo abrió las puertas a la revolución en unos
lugares concretos, Cataluña y Aragón, y en unas fuerzas políticas concretas, debido
al colapso del Estado republicano en los primeros meses de guerra y a la
fragmentación del poder en numerosos poderes locales. Pero paradójicamente a
medida que se estabilizaron los frentes bélicos y los gobiernos republicanos se
hicieron con el control de la situación, la mayoría de las fuerzas de izquierdas
supuestamente revolucionarias neutralizaron y reprimieron los intentos
revolucionarios.
La guerra tuvo
su origen en un golpe militar contrarrevolucionario que aglutinó a carlistas,
alfonsinos, cedistas y falangistas. Las diferencias doctrinales, programáticas
y estratégicas de estas fuerzas políticas, en algunos aspectos antagónicas, acabaron
unidas por el rechazo a la democracia republicana, dando cobertura ideológica a
la sublevación militar y colaborando con ella pero sometidos a su autoridad. Los
monárquicos alfonsinos y los cedistas contribuyeron a la causa sufragando los
cuantiosos gastos de la guerra, aparte de las conexiones de los alfonsinos con
los fascistas italianos en la preparación del golpe y la financiación durante
años de Falange, donde acabaron ingresando muchos de los miembros de las Juventudes
de Acción Popular. Aparte de la defensa a ultranza del antiparlamentarismo y
del antimarxismo, el más claro rasgo de la radicalización de esas derechas
extremas fue la utilización de las milicias paramilitares, de la violencia
política para conseguir sus objetivos, en un proceso definido como la
fascistización de las derechas en la Europa de entreguerras. Aunque finalmente
ninguna fuerza se decidió a protagonizar la insurrección contra la República y
todas acabaron confiando en la intervención militar tradicional.
Estas fuerzas de
derechas eran defensoras de un catolicismo integrista y contrarios al proyecto laicista
republicano de separar Iglesia y Estado, así como al proceso de secularización
de la sociedad. A pesar de la hostilidad de muchos obispos al régimen
republicano, ninguno participó en los planes golpistas, ni la defensa de la
religión fue incluida en las Instrucciones de Mola o en las primeras proclamas
de los militares rebeldes. Tampoco apareció la cuestión religiosa entre los
objetivos o las motivaciones de los bandos que proclamaron el estado de guerra.
Otra cuestión será la justificación ideológica que la Carta colectiva de los
obispos españoles, redactada por el cardenal Gomá y publicada el 1 de julio de
1937, otorgó al autodefinido bando nacional, calificando la guerra como
Cruzada. Asimismo la persecución religiosa desatada en la retaguardia
republicana contribuyó a la identificación de la causa franquista con la
defensa de la religión católica a nivel internacional.
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